Mi amigo y militante del Partido Comunista de España, Borja Menéndez, me compartió hace unos días una conversación que tuvo con un comp...
Mi amigo y militante del Partido Comunista de España, Borja Menéndez, me compartió hace unos días una conversación que tuvo con un compañero suyo de partido que hacía suyas las famosas palabras del fallecido cómico charnego Pepe Rubianes, "España me la suda por delante y por detrás". Lo que Borja le contestó me gustó, y le pedí permiso para compartirlo por aquí. Espero disfruten de su contenido:
Para un debate entre camaradas:
I)
Esos conceptos que te traen sin cuidado, no por ello dejan de determinar, según el modo cómo se conciban, así como sus relaciones mútuas, el preciso proyecto político en que estemos embarcados.
Si uno concibe a la Tierra conforme a la teoría (mitológica) de que es plana, procurará mantenerse (práxicamente) todo lo próximo que pueda de las torres de Hércules, no sea que se precipite en el abismo que delimitaría a la mar Océana; en tanto que, de concebirla desde la teoría (geométrica o física) de la "esfericidad" de la tal, quizá llegue a lanzarse (práxicamente) a la apertura de una nueva ruta comercial con las Indias por el occidente, con las consecuencias diferenciales, de todo signo, valor y alcance histórico, que una alternativa y otra tengan.
De teorizar, o concebir, no se libra nadie: toda praxis está conformada por alguna teoría, mejor o peor, dada entre otras alternativas, por la sencilla razón de que no es la teoría otra cosa que una cierta composición de praxis, entre otras posibles, con sus consecuencias respectivas. El mismo "practicismo", que aboga por actuar sin perder el tiempo con teorías o conceptos, no es, paradójicamente para el propio practicista, sino una teoría más, aunque límite, que cree poder desprenderse de reparar en aquello que, sin embargo, está determinando necesariamente, y quizá con funestas consecuencias, las praxis que a quien lo ejercita, acaso, más importen.
Los conceptos de España, Asturias o Cataluña, en sí mismos considerados, ni oprimen ni liberan, políticamente, que, sin duda, es lo que de veras nos importa; del mismo modo que tampoco el concepto de perro muerde; pero el modo como los concibamos a ellos, y a sus relaciones respectivas, sí que detemina el alcance, valor y contenido, así como las posibilidades de éxito, de los pretendidos proyectos emancipatorios que se ejerciten desde unas concepciones y otras. Del mismo modo que el concepto que tengamos, o del que carezcamos, en el caso de un niño pequeño o un demente, de los perros determina la probabilidad de recibir una dentellada suya en nuestro trato con ellos.
Y ello, a despecho de todo armonismo idealista, hasta el punto de llevar necesariamente a la guerra a quienes sostengan concepciones políticamente imcompatibles a estos respectos, aunque compartan unos mismos genéricos propósitos emancipatorios. Hecho del que tenemos abundante constancia histórica las izquierdas españolas.
Así que, los conceptos, las teorías, importan todo, paradójica y dialécticamente, por razones estrictamente prácticas. Lo que no obsta para que a la teorización y al debate hayan de ponérseles límites para dar paso a la acción directa: llega un momento en que ha de tomarse partido, ejecutándolos, por unos planes determinados frente a otros, so pena de desaprovechar la ocasión propicia; lo que implica tomar partido por alguna de las múltiples teorías en liza mediante las que pudiéramos dibujar unos tales planes.
A quien haya optado por las teorías neoliberales, del signo que fuere, que empiece por dar un trabajo y vida dignos a seis millones de parados españoles (en el supuesto falso de que el resto los tengan); y a quien se desentienda de la teoría de la gravitación universal que lo haga saltando desde la azotea de un quinto piso: teorizar o concebir, hacerlo de un modo u otro o pretender dejar de hacerlo, siquiera, jamás salen gratis.
Y lo propio respecto de los conceptos que consideras insignificantes; porque: ¿son acaso equivalentes o, siquiera, compatibles los eventuales planes revolucionarios, en un sentido comunista, que pudieran hacerse desde la perspectiva o plataforma de España, a los que pudieran trabarse desde la Cataluña a la que lisonjea, demagógicamente, Rubianes, o la del País Vasco o Galicia o Asturias o Canarias? ¿Y serían ellos equivalentes o campatibles, a su vez, tan solo, a los que pudieran realizarse desde la perspectiva de Gijón, la Seo de Urgel, el ayuntamiento de Móstoles, la comarca del Caudal o el cantón de Cartagena?
¿Es ya, acaso, insignificante, desde un punto de vista político, la figura de una nación como España? Y, en caso de que así fuera, en un mundo que se reparten colosos como los EEUU, China, Wall Mart, Rusia, Exxon Mobile, Japón, Google o Alemania, ¿por qué habría de serlo, en su defecto, la de una región, provincia, comarca o localidad suya, por más diferenciales "señas de identidad" que acumulara?
¿Habríamos, quizá, de apuntar, entonces, más alto? ¿Habría de ser la Unión, por ello, o quizá el mundo entero, de modo inmediato, la referencia política a cuya escala ir esbozando, al menos, nuestros planes?
¿No debieramos, más bien, rehuir semejantes disquisiciones dado que no se vislumbra en el horizonte alcanzable desde nuestra atalaya histórica la revolución pretendida?
Y II)
No se trata, por tanto, de meros conceptos, en todo caso; sino de opciones perentorias respecto de la cosas mismas que con los tales delineamos, como se delinea una virtual conducta machista en el mismo momento en que se concibe como una "puta", en su uso peyorativo, el mismo machista, a una mujer sexualmente promiscua.
Abundante terreno para la controversia y la disputa hay en todo ello, máxime dado el evidente debilitamiento y desdibujado sufrido por muchos estados de la magnitud del propio, aunque por la necesaria mediación del fortalecimiento de ciertos otros engranados con las empresas a las que sirven y de que hacen, recíprocamente, lo propio; pero lo que en modo alguno cabría sostener es que tanto den unas opciones como otras, unos partidos como los opuestos, a estos respectos.
De todos modos, lo cierto es que la historia efectiva, sin significar ella nada en ausencia de los correspondientes supuestos interpretativos de tipo político u ontológico, parece tozuda: ¿qué fue de la Comuna parisina, el Soviet Bávaro o la República Socialista del Mieres del 34? Que fracasaron por completo en su intento de engranar con moviemientos generales en que pudieran encontrar el suficiente parapeto y potencia para extenderse y pervivir, que son exactamente lo mismo.
Y, ¿por qué, por contra, las revoluciones que en la historia han importado algo, y aun importan, concibiéndose algunas de ellas como universales, y siéndolo otras de facto por razones evidentes, de algún modo, encontraron tan pronto sus efectivos límites en unos términos tan aproximados a las fronteras efectivas de multiseculares estados imperiales preexistentes hasta el punto de recibir su denominación de los tales: Revolución francesa -completada por Napoleón, en lo que este tiene, suprasubjetivamente, de realización de la "astucia de la razón"-; Revolución rusa -por Stalin, en los mismos términos-; Revolución china -por Mao, en las mismas condiciones-); y al calor de las cuales se produjeron otras menores en países satélites resultantes, fundamentalmente, de la descomposición de sus enemigos previos?
Quizá resulte que el desprecio a España, y la correlativa simpatía de miuchos, entre los que no tengo por qué suponer te encuentres, hacia sus, a día de hoy, efectivas partes integrantes, no sea sino la última victoria de las hordas franquistas y sus herederos: la implícita en la idea, más o menos explícita en muchos izquierdistas claudicantes, de que España son los miserables cuatro decenios que median entre el 39 y el 78.
Por lo demás, es cierto que esa España republicana a la que apelo, como prueba de existencia de una tal nación al margen del franquismo, es la España de los "tiros a la barriga", de los regulares y legionarios ocupando las cuencas mineras, la Falange, la CEDA y el coronel Yagüe; pero, si esos valores a los que se reduce para ti, tan solo, la bandera de la II República española, son valores estrictamente políticos, y no, por contra, estéticos, religiosos, morales o bursátiles, ¿qué podrían ser tales valores sino meros conceptos, en su sentido más espiritualista y vacuo, tras ser vaciados de sus efectivas referencias históricas, por desagradables que sean estas en su impureza; o, si se quiere, abstraídos de su misma carne y huesos: de su materia propia, que es la II República misma, con todas sus miserias y sus logros? ¿Habrían podido existir esos valores de no haberlo hecho la II República española?
Pretenderlo sería como defender la libertad, como valor supremo, sin querer mancharse las manos con la pestilente sangre, propia y extraña, solo mediante la cual cabría conquistar libertad efectiva, y no meramente conceptual, alguna: la historia es una auténtica hija de la gran puta; pero a sus espaldas cabalgamos impuramente todos.
Si Pepe Rubianes hubiera querido referirse al españolismo fascista español o al nacionalcatolicismo, podría haberse referido al nacionalcatolicismo o al españolismo fascista español; pero hay quienes piensan, como pensaba él mismo, que para tales servicios basta con mencionar a España a secas porque, por antonomasia, y pues esa España funesta es la única que hay y podría haber, suponen, ya entenderemos todos lo otro.
Admitir semejante idea no sería sino regalarle la última victoria a la España franquista que dice repudiarse de tal modo, concediéndoles a los facciosos la propiedad, en exclusiva, de la patria de todos; a mayor gloria, por lo demás, de aquellos que quieren debilitarnos a todos apropiándose privadamente de fragmentos significativos de ese patrimonio nacional común en que habríamos de apoyarnos para hacer la revolución, empezando por su territorio. En suma: la completa bancarrota política.
Por suerte para ellos, y desgracia para nosotros, eso que quizá a muchos resulte extravagante y aun intolerable, y que tan peligroso hace para uno, cuanto a sus expectativas de una mínima integración social, escribir, más aún tan desproporcionadamente, de estas cosas tan engorrosas, les habría resultado perfectamente obvio a Pepe Díaz y nuestros héroes de entonces; a los que, sin embargo, decimos admirar hoy todos, mientras dinamitamos, indolentes, la atalaya misma desde la que pudieron afrontar aquellos las luchas y proyectos por las que, precisamente, les rendimos tan merecida admiración.